Pensamiento mariano para el mes de Febrero
«Origen del Vía Crucis
A todo esto, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una
esquina de la plaza, mirando y escuchando con profundo dolor. Cuando Jesús fue llevado a Herodes, Juan condujo a la Virgen y a Magdalena por todo el camino recorrido por Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a la de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al Huerto de los Olivos; y en todos los sitios donde el Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él.
La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los parajes en
donde Jesús se había caído. Magdalena se retorcía las manos, y Juan lloraba, las consolaba, las levantaba, y seguían andando. Éste fue el principio del Vía Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús aun antes de que se cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. ¡Oh, qué compasión! ¡Con qué fuerza el filo de la espada penetró en su corazón! María, que lo había llevado en su seno, que lo había alimentado a sus pechos; esta bienaventurada criatura que había oído real y sustancialmente al Verbo de Dios, Dios mismo desde el principio, que lo había concebido, llevado y sentido vivir en Ella antes que los hombres recibieran su bendición, su doctrina y la salvación, participaba de todos los padecimientos de Jesús y de su deseo ardiente de rescatar a los hombres con sus dolores y su muerte. Así la Virgen, pura y sin mancha, consagró a la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables
méritos de Jesucristo, para recogerlos como flores sobre el camino, y
ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. El dolor había
puesto a Magdalena como fuera de sí. Tenía un inmenso amor a Jesús; y aun cuando hubiera querido poner el alma a sus pies como el bálsamo sobre su cabeza, un abismo horrible se abría entre ella y su Amado. Su arrepentimiento y su gratitud no tenían limites, y cuando quería elevar hacia Él su amor, como el humo del incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte a causa de sus culpas, que había tomado sobre sí. Entonces sus pecados la penetraban de horror; su alma se le partía, y vacilaba entre el amor, el arrepentimiento, la gratitud y el aspecto de la ingratitud de su pueblo; y todos esos sentimientos se revelaban en su conducta, en sus palabras y en sus movimientos.
Juan amaba y sufría. Conduce por primera vez a la Madre de Dios por el
camino de la Cruz adonde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se abre ante sus ojos» (La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo - Beata Ana Catalina Emmerick).